Por Malena Ferrer.
Kevin Feige está en el escenario del Hall H del San Diego Comic Con. Lleva su outfit normcore aderezado con unos Air Jordan chulos y, claro está, la icónica gorra de los tipos poderosísimos que quieren presentarse como accesibles. La cosa es que la gorra lo delata, pues lleva bordada a Miss Minute. El “carismático” y al mismo tiempo aterrador personaje animado de la serie Loki. Kevin Feige se sabe dueño del tiempo, se ha armado un universo que puede controlar.
Recuerdo haber visto Loki (Disney +) y descubrir en los tres tótems que manejaban el espacio burocrático en el que se desarrollaba la historia, a los all mighties de Marvel: Victoria Alonso, Louis D’Esposito y el propio Feige.
Este fin de semana el productor volvió a la famosa convención a presentar la fase 5 del llamado MCU: Universo cinemático de Marvel. La Comic-Con, es decir, la convención del cómic, es un evento muy americano, de la idiosincrasia del consumo; hay convenciones de lo que usted se imagine: pornografía, armas, juguetes, tecnología, etc. La idea es mostrar mercancía de forma anticipada y hacer negocios estableciendo lazos entre fabricantes, proveedores, distribuidores, revendedores y público en general. La mayoría de esos son eventos más bien sin glamour, con la dinámica de los stands enclenques, los pendones y las filas de entusiastas con panfletos en manos sudadas. Una versión digamos menos romántica que las ferias mundiales del siglo XIX.
Sin embargo, algunas convenciones se hicieron más snobs y se atribuyeron cierto poder de seducción. Creo que las primeras en llamar mi atención fueron las de Apple. De esas donde todos esperaban al gran gurú Steve Jobs y apenas un filón de sus New Balance era suficiente para que todos los geeks sucumbieran al trance. Recuerdo que me parecía imponente el tamaño de la pantalla, el micrófono tipo headset y las imágenes glossy que se proyectaban a espaldas de Jobs; hasta que todos soltábamos el aliento suspendido con la primera foto, digamos, del iPod nano.
La Comic-Con es muy importante para los Estudios Marvel y su dinámica, es su piedra angular y probablemente lo que nos dé más pistas sobre su idiosincrasia. Si de los eventos de Apple esperamos el siguiente iPhone o iPad, de la convención del cómic en San Diego, esperamos una lista de títulos/ logotipos de las películas y series que desarrollará, producirá y estrenará este estudio (y otros) en los siguientes años. Literalmente ahora se suelta el aliento suspendido con una lámina enorme que despliega un gráfico en forma de línea de tiempo con loguitos. Me dispensan el diminutivo.
¿Y qué nos delata la histeria desatada por la presentación de Feige en la convención anual?
Nos delata que el cine de Marvel (y sí, vamos a llamarle cine al menos por ahora) es el cine de la verificación pero a la vez es el cine del poscrédito, de la anticipación. Marvel, a diferencia del séptimo arte (aquí ya empezamos a dudar) no está en el presente. Se ve un contenido Marvel pensando en la verificación con su fuente original (el pasado): la historieta impresa o se ve pensando en cuál es el siguiente personaje en sumarse al universo (el futuro), y es la Cómic-Con el coliseo donde se celebra esa experiencia de la anticipación.
Francamente esta dinámica no me afectó por años. No sabía nada de los cómics así que disfrutaba cada película como lo que era (¿?) una serie de imágenes en movimiento con una duración de aproximadamente hora y media/ dos, en donde se contaba una historia. Una aventura, casi siempre. La valoraba como tal y recordaba a mi profesor de arte que repetía constantemente, el contexto y el autor tienen un valor para la obra de arte, pero de ninguna manera deben ser requeridos para experimentarla. Si usted necesita saber la biografía del pintor y su contexto para conectar/ entender/ valorar/ disfrutar la obra, estamos fritos; concluía enojado.
El cine está siempre en presente “como fragmento de la realidad exterior, se manifiesta al presente de nuestra percepción y se inscribe en el presente de nuestra conciencia: el desfase temporal solo se realiza mediante la intervención del juicio, único capaz de formular como pasados los acontecimientos respecto de nosotros o de determinar varios planos temporales en la acción de la película”. (Marcel Martin, 1999). Por eso se obra el milagro de tener a dos Vito Corleone, el de Brando y el de De Niro. En la inmediatez del visionado, ambos son el mismo personaje porque no existe pretérito ni futuro en un plano (shot) cinematográfico; la cuenta la sacamos después, es una racionalización que no ocupa (ni roba) el placer del visionado. Otro ejemplo de esto que plantea Martin es Arrival de Dennis Villeneuve, cuya estructura narrativa depende justamente de esta cualidad cinemática; el canadiense nos revela que no estamos viendo el presente ni el pasado sino un futuro que ya existe en la diégesis.
Pero ahora después de haber visto tantas y tantas pelis de Marvel, después de haber acumulado pura información audiovisual -pues porque yo sigo sin coger un cómic en mis manos- pues ahora estoy harta. La experiencia de la verificación es anticlimática, desesperante. Aún peor la sensación de ansiedad del poscrédito. Aún terminando de ver dos horas y media de ¿película? hay una gente embarcada en lo que viene después. Es como si se hubieran tomado un Alka Seltzer, una experiencia efervescente que solo les otorgó un alivio breve. Ahora necesitan enfocarse en lo próximo.
Y en lo próximo siempre está Feige. Cuando una película nueva de Marvel se estrena, para Feige y compañía ya es una antigüedad, un mero eslabón. Un eslabón en la franquicia de un personaje que pertenece a una fase que pertenece a una saga; cajas chinas, muñecas rusas. Siendo la cumbre de ese agotamiento personal, Spider-Man: No Way Home. Nomás entrar a la sala un entusiasta decía las palabras “Dare Devil”. Oh, pobre de mí, ya mi visionado se había contaminado, algo pasaría con ese personaje en la peli que estaba por empezar. Y ¡oh, sorpresa! anticipación confirmada, check marcado en la lista del fandom, el personaje del abogado invidente haría su cameo de trámite para ir, ya saben, sumando eslabones. Y así, todo el metraje: un cúmulo de variables algorítmicas que solo juegan para un relato -extra diegético- nunca para la propia obra. Y si la propia película (en presente) ya no importa, porque no es un fin en sí mismo sino sirve -solo- a una narrativa superior, entonces ¿debemos seguir llamándoles películas o Scorsese siempre tuvo la razón?