Por Aglaia Berlutti.
“¿Quién soy?” fue una de las frases más frecuentes durante la primera temporada de la serie Westworld (Lisa Joy y Jonathan Nolan para HBO — 2016). Un cuestionamiento inconcluso que sostuvo los hilos de todo el argumento hasta el último plano, con el advenimiento de la — probable — rebelión de la vida artificial en el aparente enclave insular del parque temático más sofisticado de la televisión. No sólo se trataba de un cuestionamiento sobre la identidad, el temor y la percepción del individuo con toda su carga filosófica, sino la manera en que “Westworld” jugó con los roles y cánones tradicionales de la Ciencia Ficción.
Desde la encantadora “Dolores” (interpretada con una sutileza espléndida por Evan Rachel Wood) encarnación de la peligrosa e invisible dualidad de la paranoia sobre la inteligencia artificial, hasta el todopoderoso Robert Ford (con un Anthony Hopkins reflexivo y siniestro de espléndidos matices) con su comprensión sobre el bien y el mal paradójico convertido en derecho de creación, la serie parecía profundamente interesada en reflexionar sobre la perspectiva filosófica de la mera existencia. Durante sus primeros capítulos, “Westworld” no se prodigó con facilidad: su discurso sobre la conciencia — y sus límites — y las retorcidas relaciones de poder entre lo absoluto y lo temible de la tecnología — y sus implicaciones — convirtieron al argumento en una extraña mezcla de belleza y misteriosa abstracción existencialista.
Para su segunda Temporada, la gran interrogante volvió a formularse, sólo que, el parque — ese Westworld ideal convertido en pequeña pesadilla virtual — construyó una idea mucho más profunda sobre el temor y lo aciago, lo terrible y la percepción de esa gran interrogante imposible de resolver ¿Quiénes somos? volvió a preguntarse Dolores, convertida en símbolo de la rebelión, escopeta cargada — con balas de verdad — al cinto y acariciando el rostro de Bernardo, tímido y deconstruido por su propia mano. “Hay belleza en lo que somos” añade la anfitriona más antigua del parque, con una triste sonrisa casi cruel.
Para su tercera temporada, “Westworld” regresó más consciente de sí misma que nunca, con la misma narrativa complicada y aumentando la apuesta hacia la violencia gráfica, luego que los anfitriones dejaron de ser controlados y se convirtieron en verdugos de sus creadores. Toda una paradoja de enorme sutileza cínica que la serie aprovecha para los momentos más logrados de su primer capítulo. Thandie Newton encarnó de nuevo a Maeve, irreconocible, consciente y poderosa. Sostuvo un arma contra el rostro de uno de los hombres que escribió para ella la vulgar narrativa que repitió en un cruel loop por lustros enteros. “Siempre me pareció vulgar” se le escuchó decir, antes de secuestrarle para su provecho y empujarlo en medio de pasillos repletos de cadáveres de robots y seres humanos, por una vez confundidos en medio de la debacle.
Pero “Westworld” también atravesó su propia autoconciencia: ya no se trataba del deliberado recorrido hacia la percepción bicameral de la identidad, sino una comprensión extensa y profunda sobre lo que el parque puede ser. No se trató sólo de la aventura del Western, la percepción fatua de una fantasía elaborada. Para su tercera temporada, “Westworld” — su concepto — se extendió fuera del mundo insular que le vio nacer, como una explosión de consecuencias tan inmediatas como tangibles. La temporada tres de Westworld planteó la idea que la inteligencia artificial era tan incontrolable, como eficaz. Un ente delicado, frágil ejemplo de una ecosistema enigmático que la serie empieza a mostrar con mano firme y pulso exquisito.
El argumento regresó a su modelo estratificado: Los personajes vuelven a los escenarios familiares, pero de pronto, no son ellos mismos, sino versiones específicas y depuradas de lo que fueron. La soledad profunda y temible de un escenario devastado a balazos, con los cadáveres yaciendo bajo el sol, demostró en la segunda el horror de la rebelión que comienza con la última escena de la primera temporada y que apenas se esboza en la segunda, mero contexto un poco envilecido por la frialdad pragmática de “un suceso”, como se empeña en llamarlo Karl Strand (Gustaf Skarsgard), la nueva — y breve — cabeza visible de la defenestrada junta directiva. Y al parecer, el encargado inmediato de resolver lo que sea que haya ocurrido en el parque.
Porque, la tercera temporada no se tomó concesiones ni tampoco, tiene la menor intención de hacer sencillo el juego de percepciones temporales y conceptuales de la historia. Otra vez, hubo al menos dos líneas temporales que se entrecruzaron para construir la historia y entre todas, los personajes avanzaron entre tropezones, superados, disgregados o convertidos en símbolos de la tragedia. En especial, Bernard Lowe ( Jeffrey Wright) que transitó en medio entre la confusión, intentando ocultar su naturaleza robótica y luchando por recobrar su propia cordura. Como si de un reflejo deformado del parque en caos se tratara, Bernard va de un lado a otro, como rehén involuntario de su condición y a la vez, testigo privilegiado de lo que ha ocurrido.
A su lado, Charlotte Hale (interpretada por la exquisita Tessa Johnson) demuestra que el control de DELOS sobre el Paraíso insular futurista es mucho mayor de lo evidente. Y lo que resulta aún más inquietante: que su mera existencia no es en absoluto inocua, sino más bien una representación casi vil sobre la conveniencia y el uso de la información masificada como moneda de cambio. Para la segunda mitad del primer capítulo de su tercera temporada, “Westworld” deja bastante claro que la percepción sobre el bien y el mal se construye a través del miedo y de la derrota de toda individualidad. Como si de un totalitarismo misterioso se tratara, incluso se revela que las mentes de los anfitriones están unidas en un gran enjambre que les vincula como a un ejército sin rostro “Todo anfitrión depende del otro” dice Bernard, temible en su hierática calma y dolorosa fragilidad.
Pero sobre todo, la tercera temporada de “Westworld” aumenta la apuesta sobre lo espectacular de su argumento y define mucho mejor el camino a seguir. Con la rebelión en puertas, los anfitriones cazando huéspedes con completo desparpajo y buena parte de los secretos revelados, la noción sobre la existencia misma parece quedar en segundo plano, mientras el parque toma relevancia como personaje central de la narración. Queda claro que “Westworld” es mucho más que una diversión cara para una elite distópica: en realidad se trata de algo más cercano a un macro universo de extensión desconocida en la que la idea de la rebelión parece extenderse como una extraña infección. En una de las escenas más misteriosas del capítulo, el cuerpo de un tigre de bengala robótico, yace a la orilla de una de las playas inesperadas de un continente aun sin forma. “Estás muy lejos de casa” dice Strand, en tono preocupado y pesaroso. Y es bastante claro que lo que rodea a este Universo invisible que gravita alrededor del pequeño fragmento que conocimos, crecerá y aumentará en complejidad a medida que se hace más cruel, más violento, más cercano a la vida real que trata de imitar.
El único que parece preparado para la venidera hecatombe es William o el hombre de negro (Ed Harris), para quien el parque convertido en trampa mortal parece ser un deseo inconfesable hecho realidad. Sobreviviente casi por carambola a la primera matanza, intenta comprender los límites de la verdadera circunstancia que sacude los cimientos del mundo que ayudó a crear y además, es el límite de sus obsesiones. De nuevo a caballo de su pura sangre negro — tan sintético y enigmático como el resto de las creaciones del parque — el único hombre que deseaba el caos en “Westworld” es ahora una víctima propiciatoria muy cerca del desastre, rozando lo marginal en medio de una búsqueda íntima y un inesperado reto: Roberto Ford (en su encarnación robótica infantil) le recuerda que aún “hay mucho que descubrir” y que ahora “comienza el juego”. Pero William parece tener poca paciencia para el desafío y acaba la invitación a balazos. El caballero negro, piedra angular de todos los enigmas sin resolver de la primera temporada, vuelve para convertirse en un pasajero extraviado en la segunda.
La tercera temporada también usa el cuestionamiento como base de todo su argumento. Pero la pregunta cambia. De “¿Quién soy?” evoluciona a la mucho menos estimulante “¿Dónde estamos y por qué?”, toda una declaración de intenciones de los productores sobre el futuro de la serie. Con bajos y altos de guion, la serie especuló en su tercera temporada sobre el horror de la información convertida en arma. Con Dolores tomando el puño de una rebelión incipiente, también transitó el miedo y la amenaza desde una elegante frialdad. Desde un parque convertido en una distopía inquietante, la percepción sobre la incertidumbre que refleja el anuncio de una desgracia inminente se convirtió en estallido. Entre ambas cosas, la serie aprendió de sus errores y emprende una travesía sin norte hacia una complejidad inquietante. Una nueva versión del universo posible (con nuevas zonas, áreas en construcción, mundos dentro del mundo) que construyen la evidencia del poder y la capacidad para la creación desde una perspectiva siniestra. Quizás su elemento más relevante.
¿Qué nos espera para la cuarta? Si en la tercera, un robot salvó a la especie humana de un control de la información fascista, es más que probable que la consecuencias sean visibles en los nuevos capítulos. ¿Habrá más de esa connotación del horror mesurado y contenido de la creación fuera del control de la ambición humana que mostraron las anteriores entregas? En Westworld, todo es posible, se repitió con frecuencia en las primeras temporadas. Una frase que sin duda, puede definir el futuro de su complicada y fascinante historia.