Por Aglaia Berlutti.
Durante los últimos años, el homenaje (tácito o directo) al cine Giallo o de forma explícita, a la obra de Dario Argento, el terror barroco italiano y otras vertientes del género en los años ’70 ha sido abundante. En especial, a medida que las exageraciones, el uso de la psicología y los horrores monstruosos, se ha convertido en una forma de expresión formal de cierta belleza tenebrosa. Y también, de una aseveración sobre lo terrorífico que sostiene un lenguaje complejo acerca del miedo como reflejo cultural.
Tal vez por esos, las reinvenciones actuales (que se sostienen a la vez como homenaje), parezcan tan desconcertantes a un público sorprendido por el ritmo y la retorcida mirada del Giallo (o su versión moderna) sobre el terror. Uno de esos casos, es la Última noche en el Soho, de Edgar Wright. Las primeras escenas de la película son una combinación audaz y efervescente de brillo y elocuencia cinematográfica. Aunque el director no da demasiados detalles sobre lo que ocurre, el guion no necesita demasiado para sostenerse. El film, que basa su efectividad en su manera de conservar el misterio central —y hacerlo cada vez más intrincado—, logra crear una curiosa ambivalencia.
Eso, desde el mismo momento en que muestra sus radiantes primeras tomas y queda claro lo evidente: la historia tiene dos versiones. Es, de hecho, un enigma retorcido en el delicado paquete de una belleza levemente perversa. Para Wright, la noción sobre esa dualidad se establece desde el principio. Una especie de invitación a un espacio singular entre líneas argumentales que se complementan, pero no se tocan de inmediato. La escisión de la realidad se hace mucho más evidente a medida que la película encuentra su ritmo y tono. Última noche en el Soho es una hábil mirada a fragmentos de información. También, a la forma en que se sostiene una pretensión consistente sobre lo que el tiempo y los recuerdos pueden ser.
Pero, al contrario de lo que podría parecer, Edgar Wright no está interesado en crear juegos de planos intelectuales. El director tiene claro que el tránsito de su historia está relacionado con algo más irracional. Sin duda, uno de los grandes triunfos de Última noche en el Soho es su habilidad para compartimentar información. Hacer que cada dato, palabra, imagen sea de capital importancia para comprender lo que se avecina.
El argumento no se prodiga demasiado y, de hecho, basa su potencia en decir más bien poco. Para cuando el primer y brillante primer tramo de la película llega a su nivel más alto, encuentra la forma de dar un viraje hacia las sombras. Uno que brinda la sensación de que la película está a punto de alcanzar una nueva mirada sobre el miedo basada en la ambigüedad. No obstante, no todo es tan sencillo como un cambio de tono y ritmo. También hay una precisión narrativa que permite a Wright dar un salto hacia una oscuridad plena y simbólica.
Otra mirada en apariencia homenaje acerca del Giallo, es Maligno (2021) de James Wan. El film se convirtió en un pequeño éxito en el cine de terror gracias a la fama que precede a su director. También por su insistencia de conservar la integridad del misterio del guion a toda costa. Incluso si eso significaba proyecciones tardías sin críticas tempranas y un inusual secretismo alrededor de la producción. Al final, el objetivo de Wan era uno solo: crear una película de terror capaz de superar las expectativas.
Como uno de los directores del género más reconocidos de la actualidad, para Wan, Maligno es una pieza pequeña. Sobre todo, junto a la envergadura de sus exitosas franquicias como Saw, Insidious y Conjuring. Pero la película de terror no tiene la intención de incorporarse a esos universos mayores. Tampoco de construir una historia que pueda permitir algo más que un ingenioso ejercicio de guion. Pese a sus buenas intenciones, Maligno debe recorrer un trecho complicado para estar a la altura de las ambiciones de Wan, obsesionado con lo rocamboleco y exagerado del Giallo sin lograr su nivel de penetración psicológica. El director, que esta ocasión intenta mezclar lo sobrenatural con el suspense, no lo logra del todo. Y aunque Maligno tiene un magnífico sentido del ritmo y disfruta de la habilidad de Wan de crear atmósferas, es un experimento incompleto.
Tal vez se trate de la insistencia del director por lograr sostener un discurso a la medida de lo que parece ser una caja de los misterios. Desde sus primeras escenas, Wan deja claro que esta vez el terror no es evidente. Y de hecho cruzará un complicado terreno a través del cual deberá enfrentarse a tropiezos previsibles. Después de todo, Maligno juega en un complicado tablero. El trauma infantil, lo sobrenatural como contexto y el miedo que se convierte en hilo conductor, son elementos que Wan maneja con soltura. Pero en Maligno todos se combinan a la vez para construir una concepción sobre lo terrorífico poco consistente. ¿El motivo? Wan lleva su habitual fórmula de la cámara subjetiva, el ambiente opresivo y la amenaza por líneas poco definidas. La premisa es de hecho algo tan amplio como para englobar varios temas a la vez. ¿Qué es el miedo y qué lo provoca? ¿Qué podría provocar que seamos testigos de un hecho sobrenatural?
Una mirada nueva sobre un género complicado
En buena parte de las películas en las que el argumento incluye el ballet o disciplinas análogas, la ejecución suele ser la excusa para analizar el comportamiento y la psicología de los personajes, casi siempre de manera parcial y artística. Al contrario, en “Suspiria” (Luca Guadagnino — 2018) el baile lo es todo. Pero no solamente a nivel visual — que ocupa una buena parte de la puesta en escena de este remake sobre la obra icónica de Dario Argento — sino también, como punto nuclear de la historia. El baile se convierte en un monstruo orgánico, en una criatura viva que enlaza la acción y entremezcla la historia con lo sobrenatural (que el director maneja con una elegancia visual sobrecogedora) y lo dota de un elemento hipnótico, brutal y primitivo. No se trata del baile como recurso estético o artístico, sino algo más violento, definido y elaborado que sostiene toda la percepción sobre el horror y el miedo en el argumento de la historia. El baile, es además de un vehículo de fuerza y poder, una singular conexión con lo desconocido y un vínculo directo con el horror reconvertido en algo más orgánico y punzante. Una versión tenebrosa de la belleza.
Claro está, la versión del miedo sobrenatural de Luca Guadagnino más sutil de lo que lo fue para Argento y esa percepción silenciosa, es quizás la diferencia más evidente entre ambas versiones. Tanto la obra de Argento como la de Guadagnino son la misma cosa, pero a la vez, son por completo distintas, lo cual no es en absoluto una contradicción. La danza relacionada con el horror se convierte para Guadagnino en una escenificación de lo horrido en un elemento casi sacramental. Allí donde Argento hizo hincapié en el miedo como una imagen explícita, Guadagnino reconstruye lo temible en medio de una paleta de colores lúgubre y el ritmo pausado de una película que no se prodiga con facilidad. Lo físico — el poder ritual que nace de esa concepción de lo misterioso como parte de lo humano — se expresa en una tenebrosa mirada hacia el absurdo. La película de Guadagnino rehúye la tentación de mostrar todo el argumento en un bloque único y convierte la trama en una paciente — y por momentos inquietante — sucesión de pequeñas escenas en apariencia desordenadas, pero que no lo son en absoluto. Guadagnino crea una atmósfera enrarecida y ponzoñosa, que anuncia que algo cruel e impenitente que se mueve al fondo de los rostros y los cuerpos de los personajes. Se trata de un recurso temerario — Guadagnino toma la deliberada decisión de centrar la mayor parte de la tensión de la película en lo que no muestra — pero que, a la vez, dota a la “Suspiria” moderna de un aire autónomo que la separa violentamente de su predecesora. Con esa independencia de recursos, la obra tiene una necesidad insistente de reivindicar los escasos parecidos con la obra original y lo hace, pero desde una perspectiva sofisticada de enorme eficacia.
Guadagnino reescribe la historia de Argento, pero lo hace con cuidadosa precisión y sobre todo, un innegable respeto por el ya clásico referente: La compañía de Danza Alemana en el remake, toma los mejores elementos de la Escuela de Ballet de Argento y los sublima, convirtiendo la noción de la rivalidad, dolor, sospecha y misterio en algo más intangible y por tanto, enigmático. El horror oculto persiste pero para Guadagnino, tiene mucho más relación con el conjunto de los hechos que rodean a la compañía — y a cada uno de sus personajes —, que con una fuerza indirecta y sobrenatural que pesa sobre el grupo como un péndulo que oscila entre la provocación y el peligro. Además, Guadagnino toma algunas decisiones inteligentes para hacer más inquietante la sensación del peligro al acecho, que Argento recreó con una mirada claustrofóbica sobre la realidad. La danza Moderna — con todo su componente espiritual y visceral — crea una percepción de la fuerza y lo terrorífico, que, además, está directamente relacionada con el desenfreno físico y la pasión. La película anuda la percepción del deseo — recurrente e impenitente — al terror que se esconde entre las sombras y de pronto, los bellas y magníficamente coreografías, tienen más semejanza con rituales paganos que con meras puestas en escenas. El movimiento sensual y preciso de cada personaje sobre el escenario, tiene un evidente sentido iniciático y no es difícil, comprender la forma en que se compenetra con el misterio al fondo de la trama. El baile en “Suspiria” es fuerza bruta, es una conexión con la tierra y lo invisible, e una necesidad irremediable de belleza emparentado con un elemento oscuro. Puro deseo intacto y fulgurante, que reluce en una película tenebrosa y cuyo poder de seducción está dirigido a una sombría tentación.
La película cuenta con un elenco en estado de Gracia: la Madame Blanc de Tilda Swinton es una versión lóbrega de Pina Baush y como la famosa bailarina, dedica buena parte de su esfuerzo en lograr de sus bailarines una entrega absoluta. El baile como donación única. Los elementos ritualistas — que Argento convirtió en pequeñas pistas sobre la verdadera naturaleza de su escuela de ballet — , se convierte en el remake de Guadagnino en una voluptuosa búsqueda de una energía muscular y resonante, más parecida a una necesidad erótica que a una pulsión estética. Gracias a la coreografía de Damien Jalet, la película juega con la concepción del lóbrego poder que genera el grupo entero en pleno éxtasis. Lo individual desaparece y como si se tratara de una mirada moderna al mito de los grandes rituales colectivos griegos y Romanos, el baile encarna el sentido del infinito. Por momentos, el dolor, el esfuerzo físico, la necesidad de precisión en cada movimiento, convierte la película en una mirada iracunda a la naturaleza de la identidad, que Guadagnino usa como pista falsa para desviar el conflicto central de su verdadera causa. Pero incluso esa confusión por completo intencional, tiene el efecto de un catalizador: Por si sola, la compañía tiene algo de ofuscante y peligroso. Para el personaje de Susie Bannion (una radiante Dakota Johnson en pleno esplendor físico) la percepción de la belleza que emana del grupo de Madame Blanc no sólo es una promesa, sino también una tentación. Con su aire frágil y virginal, Johnson brinda a su personaje una transición limpia desde la modesta a una sensualidad extraña, que acaece y evoluciona con lenta ternura. Pero el verdadero punto de atracción es la irrevocable necesidad de entrega al grupo, la necesidad de perder el nombre y la identidad en mitad de una concepción profunda sobre lo elemental y lo sórdido. Como personaje, Bannion arremete contra su propia naturaleza tímida y encuentra un espacio abierto para la oscuridad interior, tema en el Guadagnino regresa una y otra vez a lo largo del metraje.
Y es el baile lo que libera a Susie no sólo de sus inhibiciones, sino también, destraba en su cuerpo y espíritu, un tipo de libertad que antes habría considerado obscena, pero que a medida que avanza la película parece más penetrante y directa. La primera vez que Susie baila, encuentra que su cuerpo responde a algo más que su entrega, sus pequeñas fantasías estéticas sobre la disciplina y la arroja hacia algo más poderoso. Susie parece ser el vehículo de lo tenebroso que habita en la escuela — y la compañía — y de súbito, todo lo que transcurre al margen de lo evidente, confluye en el movimiento de su cuerpo y en las contorsiones nerviosas de sus brazos y piernas. Allí donde Natalie Portman fue tímida y un poco torpe para expresar la dicotomía de su personaje en “The Black Swan” (2011) de Darren Aronofsky, Johnson amplifica la idea hasta extremos portentosos. La bailarina no sólo baila, sino que crea una percepción terrorífica sobre la fuerza ajena y directa que habita en su interior. Baila golpeándose contra las paredes, el cuerpo en una brutal tensión, cada vez más rápido, con más fuerza. Al mismo tiempo, la compañía entera reacciona a semejante apoteosis de poder físico: el poder que subyace al fondo del baile como eco de una idea más profunda se eleva como hilos que vinculan al resto de los bailarines a Susie, que le hacen el improvisado centro de gravedad de algo más temible. El baile frenético se hace mortal y es entonces, cuando los finos hilos que unen la versión actual con su predecesora son más claros que nunca. A pesar que Guadagnino parece por completo decidido a crear un espectáculo visual sangriento, no lo relaciona con el miedo. La película se desplaza entre dos puntos de vista, se detiene, avanza con precario equilibrio entre la frialdad y el terror sugerido, para luego alcanzar una percepción muy dura sobre la naturaleza humana y el miedo como una expresión de dolor y angustia suprema.
Por supuesto, la danza de Susie no es la única ocasión que rememora un ritual pagano: Hay una firme oleada de ferocidad en cada ocasión que la compañía entera se sube al escenario pero además, concatena ideas mucho más poderosas y duras con expresiones de fe profundamente ambivalentes. Una concepción sobre la creencia — lo que se esconde, los pequeños toques de efecto sobre ideas trascendentales — pero Guadagnino se decanta por el ritualismo de la carne, de la poderosa conversión de lo hermoso en una tiránica comunión con el mal. A diferencia de Argento — que llevó a cabo el mismo recorrido y cuya apoteosis es una gran explosión sensorial — Guadagnino enlaza el terror con una fusión de la carne y el espíritu, en un recorrido hacia la disolución. Todo alrededor de los bailarines se sacude, se enerva, se hace poderoso y proclive al temor. Se eleva y al final, se convierte en una presunción poco halagüeña sobre la naturaleza humana.
De hecho, la película entera funciona como un acto ritual: por completo ambigua, Guadagnino está más interesado en ahondar sobre lo que nos produce terror en el sentido primigenio del término y lo elabora, en pequeñas percepciones sobre lo temible que se entrelazan entre lo erótico y la insinuación de la muerte, la crueldad de su predecesora y también su sentido del exceso. Pero mientras Argento optó por los colores fuertes para sus decorados, la sangre radicalmente roja y una historia directa, Guadagnino asimila lo terrorífico y enarbola la violencia como un acto mental y espiritual.
La ambigüedad de “Suspiria” se manifiesta además, en todo tipo de fragmentos de información desperdigados a lo largo de la trama. Desde la consulta del doctor Josef Klemperer (Tilda Swinton, en esta ocasión caracterizada de manera muy convincente como un anciano alemán) hasta la aparición de Susie Bannion y su singular dicotomía entre el bien y el mal interior, la película toma audaces decisiones que complementa con un correcto ritmo pausado y la evidencia insistente que algo se mueve al fondo del guión tramposo e inquietante. Como la maravilla técnica que es, “Suspiria” basa su atractivo en los momentos inesperados, pero sobre todo en el compromiso de Guadagnino de mostrar la vieja magia moviéndose al fondo del contexto. La fotografía de Sayombhu Mukdeeprom recrea el Universo mental de Bannion desde lo marginal: el poder oscuro en su interior comienza a avanzar en medio de escenas extravagantes, pero perfectamente compuestas para elaborar una sinfonía drástica sobre lo angustioso. La lujuria del baile — alimentado por una nota hipnótica sobre la esencia primordial del rito místico — hace del movimiento un tipo de poder. En sus momentos más altos, la película tiene el evidente objetivo de embriagar al espectador. En los más oscuros, de desorientar y crear una exponencial sensación de absurdo y desazón. Al final, “Suspiria” es una película bajo capas de significado profundo, mitológico y sobre todo, con una buena cantidad de símbolos aparejados como para crear una explosión final de desconocido poder narrativo. Una forma de magia muy antigua y peligrosa.