viernes, marzo 24, 2023
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    Misión falta de identidad: la vida que se pierde al sacar una cédula en Venezuela

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    Sacar la cédula en Las Mercedes, en cualquier sede del Saime de Caracas, desvanece el espejismo de la Venezuela Premium.
    Les contaré mi experiencia de renovación, después de un mes y medio.
    Fue en diciembre cuando asistí por primera vez, producto de algunas situaciones y preocupaciones personales.
    Una de las más importantes: en las alcabalas los policías me amenazan, para extorsionar y matraquear, con la excusa de la cédula vencida.
    Lo típico: “ciudadano, aquí me aparece su documento vencido, de hace dos años, ¿por qué no ha tenido tiempo de renovarlo?”.
    Los funcionarios siempre encuentren maneras creativas, para presionarte, regañarte, humillarte.
    Después de una cola de dos horas, fallo en el intento navideño, porque “solo atenderán a los primeros cincuenta ubicados en la fila”.
    Con resignación abandonamos el lugar, no sin antes recibir una información compensatoria: “vuelvan en enero que ya no atenderemos por terminal de cédula o si quieren vayan al centro, que la sacan el mismo día”.
    Pienso en lo del Centro, imagino la operación tortuga de un sistema nada amigable, y desisto de la opción de dirigirme hasta allá.
    Veo nuestras caras de desconcierto, asombro y resignación, cavilando en que el régimen ha sido efectivo en neutralizar nuestros instintos de protesta, en situaciones así de desventajosas e injustas.
    Es una consecuencia del proceso de indefensión aprendida o adquirida, que se ha instalado como forma de control social, después de años de represión, violaciones a los derechos humanos, fractura institucional y terapia de choque.
    Por tanto, la burocracia ha normalizado su abuso de autoridad y falta en la calidad de servicio, en el tiempo actual, bajo la excusa de las sanciones. Siempre el mal proviene de afuera, nunca de adentro, en la narrativa oficial.
    De modo que nos tragamos la molestia, fingimos demencia, y aceptamos que es el orden anormal de las cosas que no se puede cambiar, un poco como el destino adverso del país.
    A semejante adaptación al peligro y el destrato, unos lo llaman “resiliencia”, con abierta confusión de términos.
    En realidad, parece más una política selectiva de domesticación ciudadana, un experimento de inocular la pasividad extrema ante la obvia pérdida de valores y privilegios adquiridos, como el de votar, sin trabas, el de aspirar a un criterio de alternabilidad, el de sacar un documento de identificación.
    En la historia reciente de agravio a la identidad, los venezolanos tienen un doctorado en vejámenes en embajadas, en fronteras, en aeropuertos, en países, donde viven y mueren a la espera de conseguir un pasaporte o una cédula, llegando a pagar cifras indescriptibles para poseer un carnet. No hablemos ya de una Visa.
    De modo que se trata de un reflejo de la involución y el retroceso que se sufre.
    No en balde, recuerdo que el mismo gobierno bolivariano, en la época de vacas gordas, modernizó al viejo y pesado Oni Dex, permitiendo sacar cédulas en operativos express, realizados en parques, plazas y hasta estacionamientos públicos y privados.
    La gente sacaba de dos a tres cédulas, en cuestión de minutos, de repente en un par de horas, como mucho. La cédula en tu mano. Se cuenta hoy y no se cree.
    Un día estaba en el trabajo, me dijeron que saliera a la calle de enfrente y que me sacara la cédula, porque habían montado un tarantín del Saime. Llegué después del almuerzo, me atendieron tranquilamente y me entregaron una cédula, todo en veinte minutos.
    ¿Por qué ahora es tan lento, fastidioso y escalonado? De seguro es una secuela de un derroche que trajo miseria y precariedad.
    Antes repartían cédulas, para garantizar la fachada de “una potencia electoral”, con fines de propaganda y manipulación de la data.
    En el presente, que prefiere la carnetización paralela del sistema patria, votar ya no es prioridad, tampoco que el sistema sea expedito.
    Así que asisto en enero, a una segunda cita en el Saime. Resumen: llego en la mañana, como a las seis am, y salgo al mediodía, sin el documento.
    Seis horas en cola, para sentarme cinco minutos delante de una secretaria joven y algo inexperta, que me toma la foto con una camarita digital pasada de moda, me actualiza los datos de la dirección, y me dice que vuelva en ochos días, para retirar mi cédula.
    Por lo visto en el contexto, tuve suerte.
    Alrededor escucho dramas de todo tipo: personas devueltas porque no llevaron su reporte de pérdida o robo del documento notariado por el CICPC, ancianos en sillas de ruedas a los que suben y bajan por escaleras en grupos de héroes anónimos, gente que no puede esperar más por cuestiones de trabajo y sale de la cola, tras cuatro horas de espera, y así.
    Un rosario, un ramillete de calamidades.
    Para más inri, en la agencia atienden una secretaria inútil de la puerta, que revisa el celular, y que de vez en cuando sonríe e informa, una especie de portero que cumple la función de arrear el ganado, dos jefes, una señora de mantenimiento y dos centenialls que ocupan un par de cubículos de cuatro que hay para procesar cédula y pasaporte.
    Dos chicas, dos chamas, que hacen lo que pueden para recibir un promedio de 200 solicitudes al día, a veces más, a veces menos. Ahí está el entuerto, el cuello de botella, el embudo.
    La falta de personal y de recursos, indica que se desinvierte en atención al público, para gastar en otros asuntos que se me escapan, porque no soy bueno para especular.
    Sí sé que la plata que falta en el Saime, para que sea rápido y ágil, se desperdicia en construir una estatua del Cacique Guaicaipuro que a nadie gusta, que rompe con la estética de la ciudad, y que es capricho del poder, con el objetivo de dividir para reinar, colonizando y conquistando el inconsciente colectivo, a partir de un pote de humo que nubla la vista. Una pantalla que oculta que, por ejemplo, sacar una cédula es un tormento como el de aquel famoso corto de “Cédula Ciudadano”, dirigido por Diego Velasco con Héctor Palma.


    Una obrita maestra de la picaresca criolla, secundado por el Conde del Guacharo y Orlando Urdaneta. Una soberana joda, una sátira estrenada en el año 2000, cuando todo estaba por irse al garete. Así que volvimos allí, 23 años después.
    Tanto nadó la revolución contra la corriente de la cuarta, que la ha repetido como parodia castrista de “Las Memorias del Subdesarrollo” y de “La Muerte de un Burócrata”. Chicos, ahí tienen una idea para una película.
    Porque sacar la cédula es, de nuevo, una comiquita donde te ríes para no llorar.
    Finalmente, asisto a mi tercera y última cita, por suerte. Es la más comunicativa, capaz porque se va a retirar y pinta para ser sencilla.
    Pero me demoro tres horas, no te creas. Tres horas con frío, hambre, aburrimiento y sueño. Un plantón que te seca, como a un soldado de guardia en un cuartel a la intemperie.
    Y el elefante sigue ahí, con su paso de cangrejo, con su suspenso de quebrarte la cristalería de tu paciencia, por cualquier eventualidad impredecible.
    En la cola, escucho un caso peor que el mío: un señor que ha ido todas las semanas religiosamente, desde diciembre, porque el sistema se lo tragó como en un laberinto kafkiano.
    Todavía guarda fe, y me dice que no aparece la cédula que procesó en navidad.
    Lo escucho en silencio, con actitud de psicólogo, con solemnidad de docente.
    Creo que mi cara educada de póker, inspira seriedad para que en las horas que esperamos, las personas me confíen sus más preciados secretos. Los abrazo como un privilegio en medio de la tormenta.
    Llegamos a las siete y a las ocho y media, todavía no abren la taquilla.
    Empieza a dolerme un poco la espalda, las señoras de la tercera edad buscan un peldaño para sentarse y descansar, un histriónico rockero de la escena nacional deleita a su audiencia improvisada, con sus anécdotas de gira por América Latina.
    Hay gente de todo tipo: gente súper famosa cuyo nombre me reservo, gente del reparto que es alta pana, gente emprendedora y viajera, gente en el paro y el desempleo.
    A todos nos une el hecho de ser víctimas del sistema y nos brindamos apoyo moral en el trámite de experimentar la tortura blanca, que es al final del día el problema de perder de dos días, durante dos semanas como mínimo, a meses y años en lista de espera por obtener tu documento.
    El retraso genera una queja de un empleado del delivery, al que se la acabaron los datos para jugar en su celular. Me dice y nos dice: “qué maldad, vale, ya son las ocho y media y nada que abren”.
    Al rato, empieza el camino por ver si tuvimos suerte. En el trayecto, el repartidor se abre conmigo de una forma que no puedo relatar completamente, por prudencia. Se desahoga narrándome una situación familiar terrible, de una hermana exitosa que se le volvió loca en el exilio y que tuvo que buscar en un país vecino. Ahora la cuida como una niña de 50 años.
    No sé sabe qué le pasó, que tenía estudios y era rica, pero fuera del país, perdió la memoria o se la hicieron perder. Me asegura que está indefensa, que es como una menor de edad que juega con carritos y muñecas.
    Miro alrededor, y relaciono el caso con nuestra indefensión adquirida.
    ¿Quién podrá defendernos?
    Por fortuna, el señor tiene trabajo, echa para adelante, y resuelve. Le deseo bien.
    Adelante mío, el pana que se lo tragó el sistema, sigue en el aire. Le dicen que pase a la oficina, para ver si le consiguen su cédula. Nos despedimos y también le deseo suerte.
    Me llaman, firmo y estampo mi huella, me entregan la cédula y respiro. En la foto aparezco con mi mueca de hombre serio, que paradójicamente arquea las cejas, en señal de optimismo forzado, mientras describe una boca con labios inclinados hacia abajo, que denotan preocupación de Joker.
    Saco en mi cabeza el tiempo invertido en el trámite: tres días, en total, tres mañanas perdidas, en un hiato de más de un mes.
    Un vacío que llenas con teorías, con lecturas, con hastío, con pensamientos ambivalentes, con sentimientos encontrados.
    Un tiempo perdido que no volverá.
    Así somos externalizados por el fallo de la Matrix. Un fallo estructural que merece atenderse. No es un asunto personal de si tu lo hiciste más o menos rápido.
    Razón para demandar y esperar por un cambio.

    Misión falta de identidad: la vida que se pierde al sacar una cédula en Venezuela 4
    Sergio Monsalve
    Director Editorial Observador Latino. Comunicador social. Presidente del Círculo de Críticos de CCS. Columnista en El Nacional y Perro Blanco. Documentalista, docente, productor y guionista.

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