Durante el tiempo previo a la Independencia, Venezuela vivió años de verdadera gloria. Entre 1750 y 1795, es decir, en menos de medio siglo, nacieron en nuestro país Francisco de Miranda, Andrés Bello, Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, cuatro de los diez hombres más importantes de la América
Francisco de Miranda, el más universal de todos los americanos, nació en Caracas en 1750 y fue el verdadero ideólogo, el verdadero “inventor” de la Independencia hispanoamericana. Fue también el creador del nombre “Colombia”, que debía aplicarse a toda la antigua América española, y el impulsor de todo el proceso independentista. Hombre de ideas más que de acción, fracasó cuando trató de convertir su gran idea en realidad, y fue apartado bruscamente del camino por Simón Bolívar, nacido, como él, en Caracas, pero treinta y tres años más tarde, en 1783.
Bolívar, para enfrentar a los terribles y salvajes caudillos tropicales con los que España combatió con saña a los realistas, se convirtió en caudillo tropical y alentó a todos los caudillos tropicales que surgieron como malas hierbas, con lo cual la guerra civil en la que se enfrentaban de un lado los españoles partidarios de la Independencia y del otro los españoles enemigos de la Independencia, se convirtió en una contienda de horrores y crueldades, en la que vencía quien fuese capaz de cometer más tropelías y maldades.
Convertido ya en el Libertador, Bolívar, influenciado por Antonio José de Sucre, que nació en Cumaná en 1795, trató de reorientar aquella guerra, y para ello apeló al noble proceso de Regularización de la Guerra, del cual surgió uno de los instrumentos más admirables que se haya hecho en el mundo entero. Pero no pudo el Libertador Bolívar evitar que sus émulos, los caudillos tropicales independentistas, lo apartaran a él del camino y asesinaran a Sucre, con lo cual Venezuela quedó en manos de esos caudillos, tal como quedaría en mayor o menor grado toda la antigua América española.
La fuerza, la crueldad, la astucia, la deshonestidad y el egoísmo de esos caudillos es lo que ha impedido la felicidad de los pueblos. Una clara excepción a esa regla es Andrés Bello (1781-1865), civilizador y humanista nacido como Miranda y Bolívar en Caracas, que contribuyó como nadie a que parte de la antigua América española alcanzara un grado altísimo de felicidad y jamás se ensució las manos con un sable. Después de ese parto cruel y maravilloso, la madre Venezuela parece haberse agotado.
De ese mismo período fueron hombres importantes como el general José Antonio Páez, el doctor José María Vargas, el general Carlos Soublette, etcétera, personajes de segunda línea pero también importantes y que aportaron muchos elementos a la historia del país. La siguiente camada, o más bien deberíamos hablar de generación, fue mucho menos valiosa: produjo personajes como Guzmán Blanco, Zamora y otros de ese nivel. Parecería que el país producía figuras cada vez menos importantes.
Luego vendrían Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, el uno nada notable y el otro por lo menos liquidador del caudillismo y unificador de un país que parecería ir en franco camino a la desintegración, surgieron como en una especie de viraje justificado por el hecho de que el Táchira, en donde nacieron ambos, era la zona más rica del país, mientras que Caracas y la zona central era la más poderosa.
Era como si el Táchira, que gracias al café producía las mayores riquezas y sostenía al estado venezolano, se sacudiera de las otras regiones que medraban a su costa. Hasta que, en tiempo de Gómez, apareció el petróleo que lo deformó todo, y que hizo que en vez de que el país sostuviera al estado, el estado sostuviera al país, lo que significó la ruina moral e intelectual de la república.
Sin embargo, en ese período, o poco antes, nacieron los cuatro mejores presidentes de Venezuela: Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, ambos tachirenses, Rómulo Betancourt, mirandino (de Guatire), y Raúl Leoni, oriental (de Guayana). Desde luego, no fue un tiempo tan glorioso como la segunda mitad del siglo XIX, pero sí bastante decente y aceptable.
Pero el final del siglo XIX y su proyección en el siglo XXI, es más bien un verdadero tiempo de vergüenza: Venezuela parió dos de los peores venezolanos de todos los tiempos, Hugo Chávez y Nicolás Maduro (aunque es muy probable, casi seguro, que Maduro no haya nacido en Venezuela sino en Colombia, aunque al borde de la frontera colombo–venezolana. Es inexplicable que el mismo país que produjo a Miranda, Bello, Bolívar y Sucre, haya tenido la desgracia de producir a Chávez y Maduro.
Los primeros presidentes de Venezuela fueron personajes como Cristóbal Mendoza (1772–1829), uno de los hombres más honorables y meritorios de nuestra historia, Simón Bolívar, José Antonio Páez, José María Vargas, Carlos Soublette, etcétera, y los que los sucedieron, con la posible excepción de Julián Castro y algún otro, fueron personas de algún mérito. Los que han ocupado la presidencia en el siglo XXI, Chávez y Maduro, son simplemente deleznables.
Chávez, un militar incompetente, ignorante, corrupto, resentido, de pésimas ideas, que con su demagogia y su irresponsabilidad acabó con la economía del país y con todo rasgo de felicidad de los venezolanos. Y Maduro, un vulgar espía de Cuba, país sumido en una dictadura espantosa, que no debía haber pasado de soplón, impuesto por el régimen cubano, enemigo de Venezuela y de los venezolanos, remató la obra destructiva de Chávez con la complicidad de militares corruptos, narcotraficantes y toda una caterva de personajes deleznables de la peor ralea.
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Es incomprensible que un país haya caído de tal altura a tal bajeza. Quizás sea explicable por el daño que hizo la falsa riqueza petrolera, que acostumbró a los venezolanos a una vida relativamente cómoda, en la que era más fácil medrar, y hasta robar, que trabajar. Y que convirtió a los venezolanos en jactanciosos y pedantes, merecedores de la envidia y hasta del odio de los latinoamericanos y del desprecio de los norteamericanos y europeos. Hoy en día Venezuela, la misma que se ganó la gloria en tiempos de la Independencia, es un pobre país, explotado por cubanos, iraníes, rusos, chinos, turcos y otros países imperialistas y abusadores.
Un país sin presente ni porvenir, habitado por un pueblo triste y resignado y una mínima minoría de corruptos y enchufados. Un país que cuando recuerda sus glorias del pasado da risa, y cuando exhibe su dura realidad del presente, da vergüenza. Los venezolanos, que antes nos ganamos la antipatía de mucha gente en buena parte porque generábamos envidia, hoy somos repudiados y rechazados en muchas partes, en buena parte pero esa misma envidia del pasado, pero también por nuestra falta de humildad y porque causamos muchos problemas innecesarios.
Haber pasado de la gloria a la vergüenza no es la mejor forma de conseguir indulgencia o perdón, y sí, en cambio, puede ser una buena razón para el desprecio. Ojalá podamos superarlo pronto. Quizás no regresemos a la gloria, pero sí logremos una mediocre pero sana normalidad.