Han pasado 64 años desde aquel 23 de enero, pero yo lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Carlos Julio Casanova, mi primo hermano, más hermano que primo, y además mi gran amigo, desde hacía dos años nos habíamos involucrado en actividades contra la dictadura de Pérez Jiménez. Habíamos reclutado voluntarios y, sin querer queriendo, habíamos formado una auténtica guerrilla urbana que durante más de año y medio había actuado en Caracas
Hasta conseguimos un “instructor”, un antiguo anarquista español que nos preparó eficientemente para la lucha que nos proponíamos. Nos enseñó a preparar bombas incendiarias, nos enseñó a movilizarnos con eficiencia y discreción. Nos enseñó a burlar quienes pretendieran seguirnos y muchas otras cosas.
No mucho tiempo después ese personaje, a quien conocimos con el nombre de Juanito (una de las primeras cosas que nos enseñó fue a no usar nuestros nombres verdaderos en asuntos relacionados con la actividad que habíamos decidido emprender), ya en tiempos de la democracia tuvo que irse de Venezuela, debido a que su hijo fue arrestado en Uruguay por algo relacionado con la guerrilla urbana, y más nunca supimos de él.
En 1957 nos llevamos un buen susto cuando, un día, el portero de la revista “Momento” no informó que la Seguridad Nacional había preguntado por nosotros. Nos fuimos a toda velocidad y convinimos con Mejía, que así se llamaba el portero, una especie de señal, una clave, para saber si podíamos entrar al sitio con cierta seguridad.
Por suerte, en esos mismos días el que había comprado la revista, Carlos Ramírez McGregor, nos despidió (y ni siquiera nos pagó prestaciones) y no tuvimos que volver al sitio. Y no pasó más nada.
Ocurrió como año y medio después que mi padre, el Poncho Casanova, firmó el manifiesto del Colegio de Ingenieros contra la dictadura, y al parecer el dictador se molestó tanto que ordenó su captura y hasta su asesinato. Un seguranal, que había sido su escolta, sospechosamente nos visitó y nos pidió un pañuelo o un peine suyo para “hacerle un trabajo”.
Por eso supe que había algo extraño, pero la confirmación plena fue cuando una tarde alguien llamó por teléfono a mi casa y me dijo que no me podía decir quién era, pero que le avisara a mi padre que la Seguridad Nacional tenía órdenes de hacerlo preso y matarlo.
Le dije que mi papá tenía más de dos años de haberse ido de mi casa y me respondió que lo sabía, pero que no tenía su teléfono y yo debía avisarle. Mucho tiempo después me enteré de que había sido el coronel Pulido Barreto. Yo no tenía ni dirección ni teléfono de mi papá, así que con Carlos Julio fui a la casa de mi tía María Devota, que me dio la dirección de su hermano. Vivía en un apartamento en Santa Mónica y no tenía teléfono.
Allá fuimos, toqué la puerta dos o tres veces y grité que era yo y tenía urgencia de verlo. Nos abrió la puerta con sigilo. El apartamento casi no tenía muebles, pero a poca distancia de la puerta mi padre había colocado un pesado escritorio, y sobre el escritorio tenía dos pistolas automáticas y varias cajas de balas. “A mí ya me avisaron –nos dijo–, y me agarrarán, pero me voy a llevar por delante a varios de ellos”. Nos costó convencerlo, pero lo logramos, y nos pidió que lo lleváramos a la Aduana de La Guaira, donde su cuñado, mi tío Martín Sanabria, era interventor.
Habíamos ido en dos automóviles para aplicar todo lo que nos había enseñado Juanito para burlar la persecución de las autoridades, y lo aplicamos al pie de la letra. Poco después dejamos a mi papá en la Aduana y volvimos a Caracas. Esa noche, el Poncho me llamó como a las nueve, y desde entonces lo hizo todas las noches, siempre con noticias que resultaban ciertas. No sé de dónde sacaba la información, pero siempre me decía lo que estaba pasando, sin equivocarse en nada, y el 22 de enero en la noche me dijo que Pérez Jiménez se iba, huía en un avión desde La Carlota.
El 21 de enero había empezado la Huelga general y nos enteramos de que a Arturo Uslar Pietri se lo había llevado la Seguridad.
Carlos Julio y yo fuimos a la casa de los Uslar a saludar y acompañar a Isabel y a los muchachos. A media tarde, Augusto Márquez Cañizales (alias Monseñor) le pidió a su futuro yerno, Reinaldo Figueredo, que lo llevara a su casa, y Reinaldo le pidió a Carlos Julio que lo acompañara en el carro de su mamá, para dejar a “Monse” y su carro en su casa y regresar a casa de los Uslar en el de los Figueredo. Pasó mucho tiempo sin que regresaran, y decidí salir a ver por qué.
En un punto determinado vi el carro de los Figueredo estacionado, y me enteré de que a Carlos Julio, que regresaba a la casa de los Uslar con Federico Márquez, por estar tocando corneta lo detuvo la Guardia Nacional, y a ambos se los llevaron arrestados.
Después supe que los trasladaron a la comandancia de la G.N, y luego los llevaban a la Seguridad Nacional, pero por los disturbios tuvieron que irse hasta la Cárcel Modelo, en donde estaban los presos notables, entre ellos Arturo Uslar Pietri, que al ver de lejos a Federico y Carlos Julio le pidió al teniente que los pusieran con los notables, y así ese par de jovencitos terminaron con Arturo y otras personalidades.
A Federico lo solaron por órdenes del general Mazzei Carta, compadre de “Monseñor”, pero Carlos Julio, cuando cayó la dictadura, terminó en Miraflores con Arturo, y de allí se fue a la Ciudad Universitaria en plan de celebración. La llamada de mi padre en la noche del 22 de enero fue muy especial: en ella me anunció que el dictador se iba, y, en efecto, en la madrugada del 23 oí claramente el avión que despegaba y salí a ver qué pasaba en la ciudad.
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La noticia se había regado y pronto la ciudad se vistió de fiesta. La gente salía en todo tipo de vehículo y tocaba corneta y hacía uso de pañuelos blancos y banderas, y gritaba mueras al tirano y vivas a la libertad y a la democracia. Amaneció de fiesta y la corneta de mi carro se quedó muda. Llegué a mi casa cuando ya el cielo se había sumado a la fiesta popular, me acosté con la intención de dormir, pero estaba demasiado excitado y no pude conciliar el sueño.
Salí de nuevo a media mañana y desde la Autopista oí disparos: la multitud estaba tomando la sede de la Seguridad Nacional. Me fui a la Universidad Central y me encontré con Carlos Julio.
En la oficina de los estudiantes, a un lado de la Plaza del Rectorado, nos dieron sendos brazaletes con las siglas “FU” (Frente Universitario) y nos pidieron que fuéramos a la embajada de la República Dominicana, en Los Chorros, para evitar que una multitud la asaltara, debido a que en ella se habían refugiado Juan Domingo Perón y Miguel Silvio Sanz (el Negro Sanz), uno de los jefes de la Seguridad Nacional.
Allá fuimos y me monté en un pilar para dar un inútil discurso en el que pedía que no se le creara un conflicto internacional a las nuevas autoridades. No convencí a nadie, pero alguien dijo que en El Silencio se estaba formando una concentración para protestar por la presencia del “Turco” Casanova y el “Gato” Romero Villate en la nueva junta y eso sí funcionó.
La gente se fue y Carlos Julio y yo entramos a la embajada a informar sobre nuestro éxito. Perón estaba pálido y jadeante, y Sanz se había puesto hasta blanco. Regresamos a la UCV y nos pidieron que dirigiéramos tránsito, porque la policía no funcionaba. Y así lo hicimos por varias horas en El Conde. A eso de las nueve llegué a mi casa, contento y emocionado. Mi padre me llamó por última vez. Mi tío Martín lo había llevado a su apartamento en Santa Mónica y me llamaba de un teléfono público a media cuadra de su casa. Y para mi gran sorpresa, me felicitó por la caída de la dictadura.
Con ese recuerdo fresco, mucha alegría y mucho cansancio, me acosté. Y dormí feliz hasta la mañana del 24. El 24 volví al FU, y por segundo y último día me convertí en policía de tránsito, y lo más hermoso es que lo conductores me obedecían y me sonreían. Los estudiantes teníamos mucho de héroes de aquellas jornadas.
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