A comienzos de 1974, inmediatamente después del triunfo de Carlos Andrés Pérez, mi condiscípulo, vecino y amigo Diego Arria me nombró Director Civil y político de la Gobernación del Distrito Federal. El 12 de marzo fue la juramentación de los nuevos directores en el despacho del Gobernador. De acuerdo al protocolo, Diego me tomó juramento y yo se lo tomé al reto de los directores, incluido el Secretario General de Gobierno, Jorge Gómez Mantellini. Desde el segundo día de trabajo, me convertí también en Inspector General de Espectáculos Públicos.
Casi el mismo día en que recibí la Inspectoría General de Espectáculos una huelga en la Dirección de Liquidación (que tenía vasos comunicantes muy importantes con la Inspectoría General de Espectáculos Públicos) afectó mi trabajo y me vi forzado a hacer algo que no quería: tuve que despedir al segundo de la Inspectoría y a algunos de sus adláteres –todos copeyanos– por el uso abusivo e ilegal que hicieron durante la huelga de los equipos y las instalaciones de la Inspectoría, en el último piso del Edificio Ambos Mundos, antigua sede del diario “El Universal”, ubicado en la Avenida Este 0 entre las esquinas de Conde a Principal, en la Parroquia Catedral, Caracas, diseñado por el arquitecto español Rafael Bergamín (1891-1970), y con ello me gané la antipatía de mucha gente.
Mi predecesor, un tenor de apellido Cedeño, había convertido aquello en algo así como oficina de censura y represión, cosa que revertí desde el comienzo. Lo primero que afronté fue el problema de dos grandes películas de directores italianos: “El último tango en París”, de Bernardo Bertolucci y “La Gran Comilona” de Marco Ferreri. Descubrí que ninguna de las dos había sido sometida al proceso de clasificación. “El último tango en París” fue objeto de una prohibición ordenada por el propio presidente Rafael Caldera, debido a que quiso que se exhibiera en forma privada en La Casona y el distribuidor exigió que se le permitiera a él estar presente porque se negaba a separarse del film. Ante su terquedad, Caldera dio la orden de que no se autorizara su exhibición pública. Y “La Gran Comilona” fue prohibida directamente por Cedeño, al parecer por recomendación de uno de los miembros de gabinete ejecutivo y luego de verla (Cedeño) en las instalaciones de la Inspectoría General de Espectáculos, en el Pent House del edificio Ambos Mundos.
Entre mis primeras medidas al frente de la Inspectoría General de Espectáculos estuvo la orden de que las películas se clasificaran de acuerdo a la Ordenanza respectiva, sin mutilaciones de ninguna especie, pero pasando por el proceso que implicaba su exhibición ante una Junta de Clasificación formada por cinco personas y, en caso de que el exhibidor no estuviera de acuerdo con la clasificación establecida se llevara a una “Junta Superior” formada por un miembro de cada una de las otras cinco juntas, de modo de que nadie pudiera opinar dos veces.
Se debía clasificar en cualquiera de las categorías establecidas por la Ordenanza, desde “A”, para todo público, hasta “D”, solo para mayores de edad. Y ninguna de las dos había pasado por ese proceso. Hablé con el distribuidor de “El último tango”, que nos llevó la película a la Inspectoría, se procedió a clasificarla y se autorizó. Eso motivó que la revista “Momento” me dedicara su portada y un reportaje, y el diario “La Religión” me dedicara un editorial en el que se me calificaba nada menos de que “pornógrafo”. Mucho más complicado fue el caso de “La Gran comilona”, porque la película ni siquiera había sido enviada a Venezuela y Diego me pidió que la autorizara. Pero su pedido tenía una razón muy importante: Marco Ferreri estaba en Caracas en visita privada, invitado por el propio Diego, y había traído en su equipaje la famosa película. Procedimos a exhibirla ante una de las Juntas y a clasificarla, pero me encontré con un problema: nunca había entrado oficialmente al país y, por lo tanto, no podría exhibirse.
El problema lo solucioné de manera “ejecutiva”: le pedí al señor Calzadilla, encargado de manejar todo lo de la clasificación de films que me pasara una lista de todos los que habían sido prohibidos a partir de marzo 1973, y escogí una película pornográfica italiana llamada nada menos que “Ahítos hasta el fin”, y le pasé un muy serio oficio a los ministerios de Hacienda y de Fomento, en el que decía que la película que entró a Venezuela con el título provisional “Ahítos hasta el fin”, amparada por tales y cuales papeles, se sometería a consideración de la Junta de Clasificación tal con el título definitivo de “La Gran Comilona”. Y problema resuelto. Por cierto que ninguna de las dos películas me parecieron inmorales, sino más bien deprimentes en muchos sentidos, y ambas, al ser conocidas por el público, perdieron por completo el aura de prohibidas. Distinto, pero parecido, fue el caso de la película sueca “Emmanuelle” (1974), dirigida por Just Jaeckin y con la actuación de la actriz también sueca Marika Green. No había sido prohibida por nadie, pero sí fue objeto de una campaña por uno de los diarios del Grupo De Armas, que exigía la prohibición del film por su inmoralidad.
El exhibidor me aseguró que eso se debía a que el tal grupo le propuso hacer una gran campaña de propaganda que él rechazó, y su rechazo generó la venganza que se ejecutaba en forma pública y me ofreció hacer una sesión privada para que la Junta de Clasificación la viera y yo pudiera invitar a algunos amigos. Para mí el problema fue que muchísimos amigos, sobre todo de la Cancillería, me pidieron que les dejara verla, de modo que la clasificación fue casi pública. Y cuando apareció el nombre de la protagonista, Marika Green, en la gran pantalla, el “Catire” Fernández, dueño de un notable sentido del humor, gritó: “¡Una marica copeyana!” y todo el mundo estalló en carcajadas. Otro problema que enfrenté en los primeros días fue el cierre de la Cinemateca Nacional, que funcionaba en el Museo de Bellas Artes, en Los Caobos.
Mi predecesor lo ordenó porque la Cinemateca no pagaba impuestos municipales y exhibía películas no clasificadas. Revisé a fondo la Ordenanza de Espectáculos públicos y encontré dos disposiciones inequívocas, una que eximía de impuestos municipales a las instituciones públicas y otra que les permitía presentar al público obras y películas sin el requisito de la clasificación previa. Y ordené de inmediato que se levantaran las medidas, por arbitrarias. Rodolfo Izaguirre, que a pesar de nuestra amistad había sido lo suficientemente discreto como para no hablar conmigo de ese tema, nos agradeció públicamente a Diego y a mí nuestra iniciativa en un artículo en “El Nacional” titulado “Aires de renovación en la Gobernación del Distrito Federal”.
Otro caso que debí resolver fue el de la señora Alicia Álamo de Bartolomé, escritora, muy católica y conservadora, a quien Cedeño concedió el privilegio de asistir a voluntad a las sesiones de las Juntas de Clasificación sin ser miembro de ninguna de ellas. Me pidió que le permitiera seguir haciéndolo, y a pesar de la opinión en contrario de casi todo el mundo en la Inspectoría, decidí acceder a su petición: se trataba de una señora muy inteligente, y a pesar de su confesionalismo y sus opiniones conservadores, no solo no hacía daño sino que podía, y de hecho lo hizo, aportar mucho al proceso de clasificación de películas, que no era perfecto, pero funcionaba. Y al poco tiempo de “levantada” la condición de censura pura y simple y represión, me di cuenta de que los “aires de renovación” surtían efecto: junto con la “primavera” cultural generada por el vasto programa de actividades en las plazas públicas del Distrito Federal organizado por la Dirección Civil y Política, contribuyeron a lograr algo que Diego se había propuesto: que la vida en la capital se hiciera más grata. Lástima que los sucesores de Diego no hicieron nada por conservar lo que se había conseguido.