Casi es axiomático que los verdaderos intelectuales fracasan cuando tratan de intervenir en política. Quizás sea por lo que le oí decir una vez a Rómulo Betancourt: para tener éxito en la vida política hay que dedicarse exclusivamente a la política, a tiempo completo, y es muy difícil que un intelectual renuncie del todo a serlo para dedicarse a una actividad tan poco satisfactoria en lo intelectual como la política
El mismo Betancourt, en su juventud, pensó en dedicarse a la literatura, pero finalmente escogió la política como su única actividad, y logró el más impresionante de los éxitos. Rafael Caldera, en cambio, no quiso desprenderse del 30 o 40% que tenía de intelectual, y aunque llegó a la presidencia en dos oportunidades no es sencillo aceptar que fue en verdad un político exitoso. Y podría llenan quién sabe cuántas cuartillas citando múltiples casos de intelectuales que fracasaron al tratar de hacer política, pero voy a limitarme a dos casos emblemáticos: Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, dos de los más importantes novelistas venezolanos, que actuaron abiertamente en política. Y fracasaron.
Gallegos fue el formador de muchos de los integrantes de la Generación del 28, y se empeñó en intervenir en política activa. Fue candidato a la presidencia en tiempos del postgomecismo y fracasó rotundamente, pero en 1947 varios de sus mejores alumnos lo llevaron en hombros s Miraflores. Cuando tomó posesión del cargo parecía que todo iba a marchar sobre ruedas bien aceitadas, pero no fue así ni mucho menos. Su régimen duró lo que un suspiro de mariposa. El golpe que lo derrocó fue mucho menos espectacular que el que tumbó a Medina tres años antes, pero lo sacó del poder como corcho de limonada. Simplemente, las fuerzas armadas arrestaron al presidente, a los ministros y a los principales dirigentes del partido Acción Democrática, y asumieron el control del gobierno.
Su muy breve mandato no fue precisamente de luces de colores, fuegos artificiales y hechos memorables. Puede usarse como explicación (o como excusa) que era muy difícil enderezar el país después de la nada positiva experiencia de la Junta presidida por Betancourt, que cometió demasiados errores y pisó demasiados callos como para no condenar a Don Rómulo al fracaso. La alta burguesía no se sentía representada por AD, partido al que acusaban, y no sin razón, de demagógico e ineficiente, y desde el primer instante le declaró la guerra al escritor-presidente. Señoras de la alta sociedad enviaban, por correo o mediante sus choferes, pantaletas (bombachas, “bloomers”, bragas) a los oficiales de las fuerzas armadas para hacerles entender que los consideraban “mujercitas” por no atreverse a dar el paso que se les exigía. Salvo “El País,” diario ligado a Acción democrática, toda la prensa se fue volcando rápidamente a atacar al gobierno.
Calificaban a Gallegos y sus ministros de perezosos, de comunistas embozados. Hablaban del “romulato” y atribuían a Betancourt hasta intenciones de derrocar a Gallegos para imponer su propio mandato personal. Dentro del ejército los tachiristas atribuían a Betancourt y Gallegos una enemistad absoluta hacia los andinos y muy especialmente hacia los tachirenses. Los universitarios de Caracas colocaron una bandera negra en el antiguo convento de San Francisco, sede de la Universidad Central de Venezuela, y a toda hora hacían sonar una campana que doblaba a muerte. Era una guerra total, sin balas ni pólvora, pero sin cuartel, aunque llegaba aviesamente a los cuarteles.
Los comunistas, a través de su periódico “Tribuna Popular,” también contribuyeron a crear el ambiente propicio para el golpe, que se produjo en noviembre del 48 sin mayores complicaciones para quienes lo ejecutaron. Una de las mayores demostraciones del fracaso de Gallegos como político fue su confianza absoluta en quien lo sustituyó al derrocarlo: Carlos Delgado Chalbaud, a quien había nombrado ministro de Defensa. A quienes trataron de hacerle ver que el militar podía traicionarlo les respondió, hasta airado, que era como un hijo para él. Quizá se dio cuenta de que aquel hijo no lo quería como padre el 19 de noviembre del 48, día en el que junto a Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez le presentó una ultimátum en forma de “pliego de peticiones” de las fuerzas armadas, que incluían el extrañamiento del país de Rómulo Betancourt, la separación de Acción Democrática del gobierno y otra serie de solicitudes de imposible cumplimiento.
Gallegos salió a un triste exilio, del que regresó viudo y deprimido en 1958, cuando la dictadura perezjimenista fue derrocada por la acción casi universal del pueblo venezolano. Sin la más mínima duda, Rómulo Gallegos, como político, había fracasado del todo. En cuanto a Uslar Pietri, por un período pareció ser un político exitoso, como colaborador de los de los mejores regímenes que ha tenido el país, el de López Contreras y el de Medina Angarita, pero cuando le tocó volar solo, se estrelló aparatosamente. Y para afirmarlo no necesito apelar a lecturas ni a testimonios de nadie, porque es algo que viví en carne propia: en 1962 y 1963 me dediqué casi exclusivamente a trabajar en pro de la candidatura de Uslar en las segundas elecciones presidenciales del período democrático (diciembre del 63). Siguiendo sus instrucciones me incorporé al pequeño partido fundado por Ramón Escovar Salom para promover la candidatura de Uslar, el MRP (Movimiento Republicano Popular), y cuando le di mi informe, nada favorable, Arturo decidió que no sería candidato de un partido político, sino candidato independiente apoyado por varios partidos de oposición.
También por instrucciones del entonces posible candidato, junto con su hijo mayor, Arturo Uslar Braun (Arturito) me dediqué a negociar con dirigentes de Acción democrática Oposición, de URD y del larrazabalismo, la posibilidad de que los tres grupos apoyaran la candidatura independiente de Uslar. Y en vista de que nuestras negociaciones no tuvieron éxito, en mi casa de Las Mercedes nació el “Comité Independiente Pro Frente Nacional”, el movimiento que lanzó su candidatura, dirigido inicialmente por un triunvirato formado por Antonio (“Sony”) Requena, Pedro Segnini La Cruz y yo, hasta que yo me separé del triunvirato y formé la Juventud Independiente Pro Frente Nacional, que asumió directamente el peso de la campaña, que pareció muy exitosa hasta que el fracaso en las elecciones demostró que no lo era.
En ese proceso pude comprobar que Arturo, como me dijo hace poco Nicomedes Febres Luces, sabía qué hacer pero no sabía cómo, y, sobre todo no tenía el carácter requerido para dedicarse con éxito a la política. Muchas veces me demostró que podía matar a un tigre, pero le tenía pánico al cuero. Con tres gritos y un par de desplantes cualquiera se le imponía, que era prácticamente lo contrario de lo que ocurría con Rómulo Betancourt. Su última acción política lo dejó muy mal parado, pues hoy la mayoría de la población le atribuye un dominio que no tuvo nunca del movimiento de “Los Notables”. No sé si por debilidad o por algo de orgullo bastante mal entendido no supo desmentir que era el “jefe” de ese movimiento que le hizo un gran daño al país, y hoy su nombre carga con la culpa de ese daño. Me consta que no era el “jefe” del movimiento ni mucho menos, sino más bien lo tenían como figurón para ampararse en su nombre. Pero no pudo desprenderse de esa falsa posición, y su memoria quedó dañada por esa demostración de debilidad.
Por esas experiencias y mucho más, tampoco tengo la más mínima duda del fracaso de Arturo como político. Como no la puedo tener del mío, que al fin y al cabo también soy un intelectual y fracasé rotundamente cuando intenté actuar en la vida política, de modo que puedo decir, como Martí, que conozco el monstruo por haber vivido en sus entrañas. Por fortuna, puedo decir “por haber vivido”, y no “por haber muerto”.