Como dije alguna vez, la primera definición que oí del conservatismo fue la de mi profesor de Historia en el Colegio Santiago de León de Caracas en tercer año de bachillerato, Ramón Adolfo Tovar, que los definió como los que aceptan cambiar lo que es indispensable cambiar y conservar lo que vale la pena conservar. De inmediato entendí a un personaje tan complejo como Winston Churchill, y después entendería también a Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Ángela Merkel, personajes inmensos en la política mundial.
En Venezuela, el primer gobierno al separarse nuestro país de la Gran Colombia, el gobierno de José Antonio Páez, fue conservador, tal como los de José María Vargas, Soublette y Narvarte. Y fueron muy buenos gobiernos. El desorden lo pusieron los Monagas, que llegaron al poder como conservadores, dieron una voltereta y se convirtieron en liberales, y con sus maromas y corruptelas generaron el pésimo gobierno conservador de Julián Castro, que en 1858 comandó la llamada “Revolución de Marzo” contra el gobierno de José Tadeo Monagas y ocupó la presidencia por 17 meses, hasta el 2 de agosto de 1859, cuando fue depuesto. Su presidencia desacreditó a los conservadores y fue el preludio de la guerra civil más importante de la historia de Venezuela: la Guerra Federal. El último presidente conservador propiamente dicho fue Manuel Felipe de Tovar, mantuano y bien intencionado, pero sin características de líder.
En abril de 1863 se firmó el Tratado de Coche negociado por Pedro José Rojas, el hombre de confianza de Páez, y Antonio Guzmán Blanco, el hombre de confianza de Falcón. Había sido discutido a puerta cerrada y venía a acabar con aquella guerra amorfa e indefinida en la que, en definitiva, solo había perdedores. Disponía la convocatoria de una asamblea nacional de ochenta miembros, elegidos la mitad por Páez y otros ochenta por Falcón. Páez renunciaría ante la asamblea y la asamblea nombraría un ejecutivo transitorio. Disponía también el cese de hostilidades, la prohibición de reclutamientos y la formación de brigadas para conservar el orden público. Rojas y Guzmán Blanco cobraron buen dinero como honorarios profesionales, lo cual ha dado pie a muchos comentaristas para hablar de corrupción, pero, en rigor, no había entonces ningún impedimento, ni legal ni necesariamente moral, para que lo hicieran. Páez, virtualmente arruinado por haber financiado la guerra con sus propios recursos y cargando sobre su frente el estigma de haber acabado con la obra de Bolívar, que ya se estaba convirtiendo en un verdadero dios, se fue definitivamente de Venezuela, rumbo a los Estados Unidos, después de resignar el mando ante la asamblea, como estaba previsto, el 17 de junio de 1863.
Nunca más retornaría a su país, salvo en su ataúd. Vivirá en Estados Unidos mantenido por antiguos beneficiarios de sus gobiernos, recorrerá buena parte de América del Sur, recibirá honores y homenajes, pero ya no tendrá mando. Una sola vez parecerá que puede regresar al país, cuando recibe una carta de Guzmán Blanco a mediados de 1872, pero el 6 de mayo de 1873 perdió, definitivamente, su última batalla en Nueva York. Y a raíz de todo aquello, ser conservador en Venezuela se convirtió en una verdadera mácula. Auténticos conservadores, como el general José Manuel Hernández, el “Mocho”, le huían descaradamente al término “conservador” (Hernández y los suyos se hicieron llamar “liberales nacionalistas”). Todos los gobiernos del país, hasta la Revolución de octubre de 1945, fueron liberales de distintas alas, pero liberales. Los primeros 45 años del siglo XX vieron gobiernos liberales: Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita. Aunque Castro y Gómez se parecieran mucho a regímenes militares latinoamericanos y López Contreras y Medina se parecieran mucho a regímenes conservadores. Pero los cuatro fueron realmente liberales. En octubre del 45 tomaron el poder los socialdemócratas, absolutamente apartados del liberalismo, y su gobierno no fue nada bueno, aunque logró inaugurar la verdadera democracia venezolana.
Otro golpe de estado, en noviembre de 1948, depuso a Rómulo Gallegos, el primer presidente elegido mediante voto universal, directo y secreto, e impuso una dictadura militar sin atenuantes, que tampoco tenía nada de conservador o de liberal, y que duró hasta enero de 1958, cuando se inició un período democrático, que tampoco tuvo el más mínimo elemento conservador. Durante el Trienio Adeco se había formado el partido Copei, que podría haber sido un polo conservador, pero Caldera y los suyos, influidos por los jesuitas, prefirieron definirlo como “social cristiano”, es decir, socialista cristiano, no marxista pero absolutamente diferenciado de los conservadores.
En las elecciones de 1958, las que ganaron los socialdemócratas de Acción Democrática, el conservatismo asomó la cabeza muy tímidamente en una agrupación que no quiso llamarse partido, fundada por un pequeños grupo de profesionales universitarios, entre quienes estaban los mismos que fundaron Unión Republicana Democrática (URD), el partido que acaparó Jóvito Villalba y cuyos fundadores se fueron a poco de crearlo. No se atrevieron tampoco a definirse como conservadores y limitaron su objeto a lograr una candidatura de unidad que no se dio, y en el proceso fueron fagocitados por Copei y desaparecieron del mapa. En las próximas elecciones, las de 1963, el uslarismo pareció anunciar un vigoroso movimiento conservador, aunque cercano al liberalismo de López Contreras y Medina. Hasta los jóvenes comunistas que venían de regreso de la lucha armada los vieron con buenos ojos. Pero la avidez de cargos públicos de varios de sus dirigentes, como Ramón Escovar Salom, lo desviaron hacia un partido político contaminado de agencia de empleos públicos, y lo que ha debido ser un pacto de convergencia parlamentaria se convirtió en un convenio burocrático que alejó del FND de las mayorías, o, si se quiere, de las minorías mayoritarias. Y de nuevo se frustró la posibilidad de un auténtico polo conservador que evitara desmanes y garantizara alguna sindéresis en los gobiernos.
El uslarismo había sido a su vez fagocitado por AD y por Copei, casi en tajos equivalentes, y perdió por completo la capacidad de llamar a la prudencia. No lo hizo en absoluto durante el tsunami de la “Gran Venezuela” y tampoco durante el gobierno de Herrera Campíns, que tenía, a pesar de lo verbal, elementos conservadores. Después vendría el desarrollismo de Pedro Tinoco, pero a Tinoco le interesaba mucho más el mundo de los buenos negocios, no siempre muy santos, que el de la política y sus vericuetos. Y el penúltimo brote que podría haber recreado el conservatismo provino de un movimiento estrictamente local, carabobeño, llamado “Proyecto Carabobo”, liderado por un inteligente y eficiente empresario devenido en político: Enrique Salas Römer, que estaba en el lugar apropiado y en el momento debido cuando los dos grandes partidos, AD y Copei, pusieron la torta y dejaron entendiendo a sus candidatos, con lo que Salas Römer se convirtió en la única posibilidad frente a la arrolladora demagogia populista y antidemocrática de Chávez. Pero ya era tarde.
La suerte estaba echada, y el “Proyecto Venezuela” fue flor de un solo día. Pero a medida que la locura chavista destruía el país y la democracia, apareció en el horizonte una nueva posibilidad conservadora: María Corina Machado. Me llamó la atención que varios de mis conocidos y amigos que en su juventud fueron guerrilleros, se mostraron dispuestos a ayudarla. Pero de nuevo se ha negado a identificarse como conservadora. Ojalá logre formar un movimiento importante, porque el país necesita, hasta para sobrevivir, una verdadera fuerza conservadora, capaz de contener a los que, como siempre, quieran desbocarse hacia la “izquierda”, a pesar de la reciente experiencia disolvente.