lunes, marzo 20, 2023
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    Marina Grande en semana santa: vuelta a la playa con sentimientos encontrados

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    Salimos el martes al alba, rumbo a Marina Grande, la playa semipública o semiprivada de Catia La Mar, donde gran parte de los temporadistas de Caracas pasan sus días de asueto en Semana Santa.

    Generalmente abre sus puertas alrededor de las ocho y media de la mañana. Por ende, vamos con calma por la autopista.

    Se habló por Twitter en días recientes de cuatro puntos de control, para fiscalizar y cobrar vacunas con “alcoholímetros”, utilizados por los funcionarios de forma discrecional.

    De las multas les quedará un porcentaje, según las autoridades de la zona.

    Así que tienen patente de corso para exprimirte los bolsillos. Mosca pues.

    Hemos corrido con suerte en las últimas veces que bajamos al litoral. No me volvieron a detener o a castigar por horas, como sí me pasó en incontables ocasiones durante el inicio de la pandemia. Pero entiendo que siguen parando y martillando a la gente. Es una de las transacciones dolosas, de las corruptelas que se normalizaron en la Venezuela de Maduro.

    Nadie dice nada en público, apenas La Cava se grabó en un video para aparentar que hay “autoridad” y “condena” a la matraca. Una pantomima porque nadie controla los auténticos negocios y conflictos de interés que cubren al estado Carabobo, como la distopía marketinera, como un experimento de la publicidad guerrilla, en pro de limpiar la imagen del chavismo, a través de la pantalla de un parque temático de Drácula, al modo de Musipán en Margarita.

    La diferencia es que Benjamín Rausseo puede hacer lo que quiera con su dinero. En efecto, es una verdadera “love mark” de la isla, con una fanaticada importante. Mientras tanto, Rafael Lacava impone su rostro, su culto a la personalidad en la administración pública, dando lugar al ascenso de una mascarada demagógica del poder, cuya propaganda dilapida recursos en beneficio propio, alimentando a una red de proveedores. Da para un capítulo aparte de “Los Peces Gordos”, el libro publicado por Américo Martín.

    De cualquier modo, Lacava hechiza a la audiencia de tirios y troyanos por Tik Tok, ganando la aprobación de influencers que hacen stories del Dracufest en semana santa. Un festival del país que se arregló para tocar al son del que pague, así sea el rostro cool del socialismo del siglo XXI.

    Total es que llegamos a Marina, vimos una cola de doscientos metros, y aprovechamos para dar una vuelta por el entorno.

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    Tres cuestiones saltan a la vista de inmediato: la desolación del contexto de casas muertas y edificios abandonados, la inseguridad que se palpa en las playas públicas semivacías para la hora sin ningún tipo de protección y presencia policial, la falta de un mínimo plan de recuperación urbana de la costanera, rodeada de un ambiente de ruina y pobreza.

    El interés político se limita a construir edificios de Misión Vivienda, olvidándose del resto de factores que hacen atractivo a un sector turístico. De modo que los rastros del país arreglado, se diluyen y evaporan conforme uno avanza por las profundidades de la periferia.

    Veo un edificio que conocí en el pasado, ubicado frente a la puerta del club Playa Grande. Lo recuerdo regio, limpio y digno. Poblado por familias de clase media, que compraron en el pasado, confiando en las perspectivas de desarrollo. Hoy luce como pueblo fantasma, de esqueleto zombie de Silent Hill, tras el desastre de la vaguada.

    El chavismo poco hizo para levantar los escombros de aquella sociedad golpeada por el deslave, dejándola a merced de la nada y la depresión, como una zona cero después de la guerra, de una bomba o de un atentado. 

    Digamos que nuestro once de septiembre, si quieren, comenzó realmente en la tragedia de Vargas, un 14 de diciembre de 1999. Desde entonces, la historia de La Guaira sería reescrita sobre el dolor de sus víctimas y las grietas de su geografía atormentada.

    Por fortuna, sus habitantes resisten y sobreviven, siendo proactivos ante la ausencia de estado. Muchos salieron por la frontera, otros se quedaron para trabajar y ofrecer la cara más empática a los turistas de ocasión.

    Entramos al estacionamiento y la cola nos regresa a nuestra paradójica situación de siempre en el atasco de la burocracia, en el gusanito eterno de una taquilla.

    Un circuito que no te suelta ni en vacaciones. Es nuestro destino, nuestra pesadilla que aprendimos a llevar y a disimular con bromas, con chistes, con la felicidad que asumimos como sonrisa, para no derrumbarnos, ser reactivos y acabar con todo.

    Lo que algunos llaman resignación, puede tener diversos significados. Observo que nuestra cultura de la queja se ha contenido, que preferimos adaptarnos antes que explotar, que los años nos han hecho ganar en inteligencia emocional.

    Un tema que explicaré a continuación de informar que pagamos 16 dólares por dos entradas, cuando antes eran ocho. La inflación en divisas, no te perdona.

    El caso es que lo que a la distancia se percibe con ojos de condescendencia y declive cultural, de cerca se nota como un compendio de virtudes ciudadanas.

    El que esté atento y sea sensible, descubrirá síntomas de bondad y civilización. Los veo en la madre que atiende a sus hijos, con esmero y respeto, sirviéndoles el desayuno, jugando con ellos, soñando con su crecimiento como personas decentes.

    Me detengo a mirar el trabajo silencioso de una madre, en un proyecto, en una empresa que escapa de mis dominios: criar a cinco hijos, de entre cinco y doce años, al tiempo que se broncea y conversa con su esposo. Me conmueve que suman a una niña especial en su seno, comunicándose con ella desde el amor y los códigos de la autoestima. La niña es feliz con mamá y papá, bañándose con ellos y haciendo nuevos amigos de su edad que la reconocen, sin las interferencias del bullying.

    Otra señora de la tercera edad, cuenta con la atención de sus pares, que desean que disfrute del océano y de la energía de sol.

    Un niño porta una cámara profesional, de fotógrafo. No tendrá más de quince años, pero tiene madera de creativo, deteniéndose a captar la naturaleza, las ramas de los árboles de playa, las sonrisas de sus amigos, el color de las piedras. 

    Pronto, el espacio se llena, en un recordatorio de nuestra provisionalidad, de nuestro hacinamiento, de nuestra promiscuidad, al compás de una música estridente, que se emplea como ruido blanco para camuflar la tensión, el déficit de atención y la dificultad para manejar el vacío, que a muchos aterra. 

    Por eso, también surge un escenario de aturdimiento general, que va colonizando la experiencia, hasta paradójicamente sumergirte en un estado de estrés.

    Si viniste a desconectarte de la ciudad de la furia, Marina Grande te funcionará para desahogarte unos primeros minutos de la mañana. Luego retornarás al plano del bullicio y la claustrofobia, de la aglomeración que conspira contra las normas de bioseguridad en el distanciamiento social.

    Así que de repente, vuelves a un lugar común irremediable de la patria, que es el del remedio que se solapa con la enfermedad.

    Por tanto, Marina Grande se desborda como un concierto al aire libre, como un rave al amanecer con regetón a full volumen, con una extraña guerra de minitecas portátiles.

    En un abrir y cerrar de ojos, estamos como en un vagón de metro, a la hora pico, con un sol penetrante en la nuca. Cuando un señor de al lado se encadena con sus anécdotas cringe y descorteces a todo gañote, que abochornan a sus acompañantes, Malena y yo nos hacemos una seña, porque sabemos que nuestra paciencia llegó al límite.

    Estamos escapando de la toxicidad caraqueña, y Marina Grande ya devino en ella, avisándonos que de ahora en adelante es decisión de cada quien, permanecer o no.

    Son las doce y siguen llegando personas.

    Emprendemos la retirada con parsimonia y algunos sentimientos encontrados.

    Agradecemos el tiempo de reencontrarnos con la playa y la humanidad de los resilientes.

    Nos despedimos de los que no entienden de convivencia, trasladando a la playa los vicios que nos sumen en el atraso.

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    Sergio Monsalve
    Director Editorial Observador Latino. Comunicador social. Presidente del Círculo de Críticos de CCS. Columnista en El Nacional y Perro Blanco. Documentalista, docente, productor y guionista.

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