Justo cuando se habla y conversa del declive de los sistemas democráticos, Joel Coen estrena “Tragedy of Macbeth” en Apple TV, como una radiografía expresionista del ascenso de un poder despótico y corrupto.
El filme, una obra maestra del director, retrata descarnadamente el libro negro de cómo se convierten en tiranos, de la mano de un casting soberbio, una banda sonora espectral, un diseño de arte “caligarista”, una actriz secundaria que merece Oscar por cada una de sus contorsiones físicas y vocales.
La película narra el drama shekespereano del hombre psicotizado por la ambición y la codicia, cuya esposa conspira con él para asesinar al monarca de turno y relevarlo en el juego de tronos.
Puro ego, puro resultado del culto a la personalidad.
Frances McDormand interpreta a la “lady vengance”, en un registro de mujer implacable y calculadora, que refrenda su compromiso con la mirada del autor, detrás de la cámara, desde su primera cinta, “Sangre Fácil”, un título que dialoga con el subtexto del guion del nuevo largometraje de la casa Coen, ahora dividida, porque Ethan trabaja en teatro.
Curiosamente, su hermano Joel ha elaborado un “kammerspielfilm”, una obra intimista rodada en la época de la primera posguerra alemana, basándose en la puesta en escena del dramaturgo Max Reinhardt.
Según Vicent Pinel, “spiel” significa “espectáculo” en términos germánicos y el concepto de “kammer” procede de las cámaras de la máquina teatral alemana.
De modo que “Tragedy of Macbeth” recupera, en esencia, la fuerza experimental de aquellos trabajos teutones de principios de siglo XX, como “El último hombre”, los cuales retrataban la vida de protagonistas que son “víctimas del peso de un destino inexorable”, en palabras de Vicent Pinel.
Los dos movimientos, el expresionismo y kammerspielfilm, generan un debate intenso en la cinefilia más radical, pues supuestamente pertenecen a diferentes épocas y tendencias.
Sin embargo, hemos visto como “Tragedy of Macbeth” logra acoplar y sintetizar los claroscuros de ambas vanguardias, casi con el mismo fin, que es hacer de la austeridad una virtud creativa, una declaración de principios en los años de crisis de la pandemia, de vuelta a los pánicos y monstruos que engendran las inflaciones, las corridas bancarias, los estallidos de burbujas, los pánicos de los mercados ante la peste.
Naturalmente, se trata de un propuesta de época, pero no es menos cierto que nos desnuda a la distancia, como una civilización distópica, de regreso a las luchas intestinas del medioevo.
Un nuevo feudalismo, que ya presagio un ensayo de Umberto Eco y que nos ha retornado a un mundo hiperfracturado, que desgobiernan a sus anchas los explotadores del relato nacionalista, fundamentándose en la manipulación informativa, la ignorancia de la gente, el resentimiento tribal, la xenofobia y la perpetuación de un estado de sitio, donde se violan los derechos humanos.
Por eso, “Tragedy of Macbeth” admite ser un espejo no solo de la América que pasa de Obama a Trump, y de Trump a Biden, sino una foto de los regímenes instalados en China y Rusia.
Por no decir que la guerra entre Maduro y Guaidó, o de su doble hegemonía, consigue una pintura de Goya, una traducción oscurantista en la cinta de Joel Coen, quien filma con un pincel de cuadro de Caravaggio, de la decadencia del renacimiento y el barroco, en trance hacia una apuesta minimalista que es puro revisionismo del cine de Welles, Kurosawa, Polanski y Kursell, en sus respectivas versiones del clásico del barón de Glamis y luego Rey de Escocia, coronado por el camino rápido de ejecutar un complot, un golpe cruento.
Si les suena familiar, de repente es porque ustedes recuerdan los ecos del 4 de febrero y su devenir en una dictadura cuasi perfecta.
En Venezuela se ejecutó un plan de traición, desde las sombras, en plena sintonía con el mapa oculto de “Tragedy of Macbeth”. Así que nuestra tragedia de país tiene los tintes y reverberaciones de una relectura de Macbeth, por otros medios.
Por su parte, las actuaciones de la película justifican el hype de las nominaciones en la temporada de premios, garantizando la postulación para Denzel Washignton, el actor más consumido y amado por el grueso del público en Venezuela.
Denzel ha reconfigurado su imagen torturada del tiránico policía de “Día de Entrenamiento”, que también terminaba cayendo a consecuencia de su envilecimiento.
Washignton ratifica su planteamiento políticamente incorrecto, de desnudar los vicios de su comunidad, antes de conformarse con ilustrar el esquema de las víctimas del racismo, que rinde frutos en las entregas de estatuillas.
Su plan es claro y contundente: personificar a un nuevo antihéroe coeniano, que proyecte las paradojas del empoderamiento afroamericano, en lugar de servir de vehículo de una ideología demasiado complaciente y de pensamiento binario.
“Tragedy of Macbeth” pasa, entonces, de las audiencias conformistas que asisten a las salas, para celebrar que los consideraron como fans, en franquicias que más que escribirse independientemente, parecen montadas por un programa algorítmico de Deep fake.
Una realidad virtual que ya nada tiene que ver con el cine, sino con la ingeniería social de la big data que domina a la industria.
Mientras el mainstream sobrevive de la glorificación de los foros en las redes sociales, Joel Coen ha refrendado su papel de intelectual indómito, al rodar una película a contracorriente de Marvel, DC y Netflix.
Es decir, un réquiem despojado y abstracto en las antípodas de los filtros del streaming y los moldes de la taquilla que se adaptan a los gustos de los que demandan distracción, circo y parque temático con súper héroes.
La música de Carter Burwell atraviesa los fotogramas que dibuja el lente de Bruno Delbonell, el DP francés de “Amelié”, “Darkest Hour”, “Fausto” y “Dark Shadows” de Tim Burton.
Un señor de las tinieblas que edifica la deshumanización de los paisajes y las arquitecturas sectarias y carcelarias, con olor a pasado, en donde deambulan almas consumidas por la fiebre del titanismo.
Macbeth es un Thanos que acaba derrumbándose a sí mismo, a merced de sus alucinaciones y pesadillas, de sus sombras e injusticias, de sus banales pretensiones aristocráticas.
El futuro de los monarcas que se creen inmortales y omnipotentes.
Como los Hitler en el búnker de “El Hundimiento”, solo les queda un castillo para encerrarse, a espaldas del pueblo, con la única esperanza de mantenerse en el poder, a toda costa.
Así es un poco el país y el mundo, atrincherado absurdamente con la violencia de un filme Coen.
Tendremos que repasar la historia de Macbeth, para saber cómo procurar el final correcto, el que marca la profecía de las brujas.
Procesos así no culminan bien, sino con una rueda de purgas, levantamientos y derrocamientos.
La culebra se muerda la cola en algo que llaman justicia poética.
En cualquier caso, vean la película y saquen sus propias conclusiones.
Por Sergio Monsalve. Director Editorial de Observador Latino.